Escenario número uno: desde que tienes noción de tu vida, creces en una sociedad bilingüe con un toque bicultural – el norteamericano y el de origen, no hay punto medio ¿vives en una vida normal? ¿Cuántos años tenías cuando llegaste a Estados Unidos o cuando llegaste a Chicago? Yo tenía seis, otro por ahí contestó, no lo recuerdo; ¿y tú? Yo, yo apenas era una niña de nueve y a lo lejos otro joven dice que él tenía tan solo dos años. Su niñez solitaria, arraigada en un mundo ajeno a sus padres, la razón es el trabajo arduo para alimentar la educación y el crecimiento de sus hijos. Esa niñez bilingüe aprendida en la televisión y en la escuela fuerza su independencia como individuos, fungiendo como base para adultos que dependen de sus hijos como intérpretes profesionales, ante una maestra de primaria o simplemente en una oficina gubernamental tratando de solucionar un problema de impuestos a los diez años de edad, ¡qué ironía! ¿no?
Escenario número dos: por lo menos la última década de tu vida, has llamado a Estados Unidos tu hogar – recordando que tan sólo tienes quince o veinte años; descubres tu gran secreto, eres indocumentado. ¿Cuándo descubriste tu secreto?, ¿cuál fue tu reacción? Siempre lo supe, pero fue hasta cuando entré a la Secundaria que me di cuenta que mis probabilidades de continuar cursos universitarios eran casi nulas, me deprimí al grado de no querer continuar con mis estudios. Otra joven respondió: Siempre he estado insegura de mi estatus migratorio, nunca disfruté mi infancia porque desde entonces tuve que aprender a distinguir lo que se puede o no decir, tuve que aprender a esconderme y fue a los dieciséis años cuando mi mundo se cierra por completo. Madurar antes de tiempo por cuestiones financieras y migratorias es un proceso difícil, que toma tiempo para asimilar y que además su precio es un temor y muchas lágrimas, sin mencionar aquella juventud robada y la falta de regocijo por la vida.
He llamado mi hogar a este país por los últimos dieciocho años de mi vida, me gradué de la mejor escuela secundaria de Illinois, fui aceptado, becado y gané un préstamo por una de las universidades más prestigiadas de la ciudad de Chicago, DePaul, era un sueño hecho realidad. Realidad que se convirtió en pesadilla para este joven estudiante al ser cuestionado por la oficina de ayuda financiera a pocos días antes de comenzar el ciclo escolar, requiriendo entre otros datos, su número de seguro social. Aunque acudió a la escuela directamente para apoyo, la respuesta fue simple: “SIN SEGURO, NO HAY AYUDA”.
Frustración, confusión, impotencia, desesperación, tristeza son algunos de los sentimientos encontrados que sufren nuestros jóvenes inmigrantes sin documentos; la incertidumbre que los acecha, los lleva a tomar caminos distintos a los anhelados, a cuestionar a esta nación la cual llaman hogar, el por qué se proclama la defensora de los derechos humanos si en la práctica es todo lo contrario: se les está negando su derecho a la educación.
Artículo 26, Declaración Universal de los Derechos Humanos. Toda persona tiene derecho a la educación. La instrucción técnica y profesional habrá de ser generalizada; el acceso a los estudios superiores será igual para todos, en función de los méritos respectivos.
Escenario número tres: una lucha contra la corriente. No importa las circunstancias, sino qué hacemos para convertirnos en los individuos que queremos ser; tomemos nuestro contexto a favor, tomemos decisiones propias.
Todas estas historias se encuentran unidas en un solo lazo, y por una sola causa – esta causa se llamó Rigo Padilla, estos son sólo algunos jóvenes que se enfrentaron a sí mismos durante este proceso de deportación, vieron en él sus temores e hicieron frente solidario a un caso en particular que pudiese haber sido el de cualquiera de ellos.